Se nos acaba el año litúrgico. Parece que fue ayer, cuando nos alegrábamos por
la celebración del nacimiento de Jesús, o por su paso (Pascua) de la muerte a la
vida. Delante de nosotros se presenta ya el Adviento. Y celebramos hoy la fiesta
de Jesucristo, Rey del Universo.
Nuestro Rey, Jesús, no tenía ni poder económico, ni ejército, ni corte glamurosa.
No nació en un palacio, sino en un pesebre. No vivía de las rentas, sino que
trabajaba para ganarse el pan. No tenía el respaldo de un banco central, sino
solo el poder de convicción de su Palabra. No se basaba en la fuerza, sino en el
enamoramiento, en el dejarse encontrar y querer por todos. Mateo, la
samaritana, Zaqueo… Muchos se convencieron por el ejemplo y el testimonio de
Cristo. Un Rey muy especial.
Es muy posible que muchos de nosotros también nos hayamos dejado ganar por
Jesús y su mensaje. Un mensaje que habla de amor y, sobre todo, del Reino. Es
un rey al servicio del Reino de Dios. El Reino es el centro de su predicación y de
su vida entera. El centro de su mensaje es ese Reino y la transmisión de la Buena
Nueva, de que Dios está de nuestra parte siempre, hasta el punto de hacerse
uno de nosotros.
La conclusión del año litúrgico nos debe hacer reflexionar sobre el final mismo
de la historia, y el final también de nuestras vidas personales. Porque la vida
tiene dos tiempos, el terrenal, tiempo propicio, de salvación (cf. 2 Cor 6,2),
donde decidimos cómo vivir, siguiendo a Cristo, el Buen Pastor o no, para
salvarnos o no – que de nosotros depende, está en nuestras manos – y el final,
cuando Cristo se siente a juzgar a vivos y muertos, como recordamos en el
Credo, y dé a cada uno lo suyo, según hayamos vivido.
La Palabra de Dios de este último domingo del año litúrgico nos llama a esta
reflexión. Sabiendo que el Señor es nuestro Pastor, que nada nos falta con Él.
Porque la parábola de hoy está escrita para saber cómo comportarnos hoy. No
mañana, ni dentro de unos meses o de unos años, sino hoy y aquí. Mientras
estamos en el tiempo terrenal, podemos acoger o no la Palabra. Dejar que
penetre en nuestro corazón, o endurecerlo para no complicarnos la vida, con eso
de “no hagas de tu problema mi problema”. Tranquilidad aquí, quizá, pero
después…
Es que sólo tenemos una vida, esta vida, para hacer lo que Dios quiere. Para
entregarnos a los demás, para hacer todo el bien que podamos, como hizo
Jesús. Usando los talentos que Dios nos ha dado, y siempre vigilando, en
guardia, para poder reconocer la llegada del Novio. Esta vida es un regalo muy
valioso, y Jesús nos sugiere cómo podemos vivirla plenamente.
Hermano Templario: De ti depende, amigo, decidir. Seguir postrados o hacer
algo ¿Quieres ser parte de una historia llena de esperanza? Está terminando el
año litúrgico. Revisa tu vida, y prepárate para que el Adviento, que está llamando
a las puertas, no te sorprenda desprevenido. Puedes ser amigo de un Rey que
no inspira miedo, sino dulzura; que no busca castigarte, sino hacerte feliz; que
no limita tu libertad, sino que la desarrolla hasta el máximo... Un Rey distinto,
que te invita a ser de los suyos. Él te espera. Tú decides.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: