Nos han acompañado, a lo largo del Adviento, figuras tan importantes como el profeta
Isaías, las cartas de Pablo, san José o Juan el Bautista. Y, claro está, no podíamos
llegar a la Navidad sin contemplar la figura de la Virgen María. La contemplamos
Inmaculada, en los primeros días, y la vemos disponible, cumpliendo la voluntad del
Padre, como lógica consecuencia de un “sí” que cambió la historia del mundo, en
vísperas de la Navidad.
Las lecturas nos hablan hoy de valor de lo pequeño, de la pobreza. Tanto Miqueas,
como el evangelista Lucas, se refieren a eso. La primera lectura se escribe en un
tiempo en el que la situación social, política y económica eran penosas. Era difícil ver
la luz en medio de la calamidad. Por eso las palabras de Miqueas resuenan con más
fuerza. De ese pequeño clan saldrá el futuro rey de Israel. Algo imposible para el
hombre, pero no para Dios. Es una promesa de paz. Y de paz duradera. Entonces,
como ahora, el mundo no anda precisamente sobrado de paz. Y ahí podemos ver un
primer reto, para nosotros, cristianos del siglo XXI: sembrar paz en el propio corazón,
en la familia, en la sociedad…
Es que Dios lo cambia todo. Lo recuerda el autor de la Carta a los Hebreos, hablando
de los sacrificios de animales que se celebraban en el templo de Jerusalén. Hasta la
llegada de Cristo, había que cumplir con múltiples normas rituales. Pero Jesús lo
renueva todo. No ofrece un sacrificio, sino que se ofrece a sí mismo, dando
cumplimiento a las palabras del salmo 40 (39): “aquí estoy, Señor, para hacer tu
voluntad”. Su sacrificio pone fin a las ofrendas cruentas, para inaugurar una nueva
era. no son nuestros sacrificios, ni nuestras ofrendas las que nos salvan, es el
sacrificio único de Cristo el que nos ha reconciliado con Dios.
También era pobre y pequeña María. La Virgen María que, después de ser
sorprendida por Dios, se pone con prisa en camino, para ayudar a su prima Isabel.
Sin pensar en su pequeñez, en su pobreza, responde a la necesidad que percibe.
Como en las bodas de Caná de Galilea. No debió de ser fácil llegar a su destino, por
caminos poco seguros y ya esperando a Jesús. Pero lo hizo. A nosotros nos cuesta a
veces levantar el teléfono para llamar a un familiar o a un amigo del que hace mucho
que no sabemos nada, o cruzar la calle para hacerle la compra a un anciano
impedido.
María lo hace todo por fe. Por pura fe. La fe de María la hace feliz, dichosa,
bienaventurada. La fe de María no fue intelectual, nacida de una comprensión
completa de las palabras del ángel Gabriel. La fe de María fue una fe existencial,
nacida del amor y de la confianza en el Dios que le hablaba a través de su
mensajero. Así es siempre la fe verdadera, la que mueve montañas y la que hace
milagros. La razón no enciende, por sí sola, el fuego creyente del corazón, porque la
fe sin amor es una fe fría y arrobada. La fe que nos hace felices es la fe que brota del
corazón creyente, la fe que se apoya en esas razones que tiene el corazón y que la
razón no entiende, como nos dijo Pascal.
Como hizo María, es bueno que queramos salir de nosotros mismos, que
empecemos a andar, a ir hacia los demás. Con el ejemplo de María, en este cuarto
domingo de Adviento, cuando ya estamos a las puertas de la Navidad, es bueno que
nos propongamos hacer de nuestra vida un camino hacia el prójimo, para ofrecerles
ayuda, para llevarles un mensaje de paz. Al final, lo que quedará de nuestra vida, a
los ojos de Dios, es lo que hayamos hecho por el prójimo.
Hermano templario: Dios quiere que también nosotros, como María, vivamos
siempre caminando hacia el prójimo, dando a los demás en todo momento lo mejor
de nosotros mismos, llevando alegría a nuestros hermanos. Vivir el Adviento como un
camino de amor hacia el prójimo es una forma muy cristiana de prepararse para la
Navidad.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: