Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno desierto brotando de
una roca (Ex 17, 3-7), y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la
Samaritana (Jn 4, 5-42). Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”, que quien
la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.
En la Primera Lectura del Libro del Éxodo vemos a los israelitas protestando a
Moisés, pues tenían sed y no había agua. Dios da unas instrucciones precisas a
Moisés para hacer brotar agua de una roca. Y así fue. El pueblo bebió el agua que
necesitaba. Y Moisés puso el nombre de Masá y Meribá a ese sitio, palabras que
significan “tentación” y “quejas”, pues allí el pueblo se había dejado tentar quejándose
a Dios, pidiéndole pruebas, pues realmente no tenía plena fe y confianza en Él.
El Salmo 94 refiere la rebelión en el desierto y nos advierte de no endurecer
nuestro corazón como en ese momento los israelitas. Este Salmo nos invita a
inclinarnos ante Dios que es nuestro Dueño. Él nuestro Pastor, nosotros sus ovejas.
La roca del desierto fue fuente de vida para el pueblo de Israel. Y esa roca nos
anuncia a Cristo, quien es la fuente de agua viva, según lo que Él le dice a la
Samaritana. Todos estos simbolismos atribuidos a la Roca que es Cristo y al agua que
brota de Él, significan la Gracia que Cristo nos obtiene con su muerte en la Cruz y su
Resurrección gloriosa.
Revisemos con más detenimiento, entonces, el diálogo entre Jesús y la
Samaritana, que aparece en el Evangelio.
Una tarde calurosa llega Jesús a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, donde
se hallaba el pozo de Jacob. Era el pozo que el Patriarca Jacob, descendiente de
Abraham, se había reservado, pues era profundo y producía en abundancia agua rica
y cristalina.
Por cierto, todavía hoy se conserva el brocal de este pozo en medio de una
Iglesia Ortodoxa Griega. Sobre ese brocal se sentó Jesús a descansar mientras sus
discípulos iban a la ciudad a buscar algo que comer.
Llegó en esos momentos una mujer samaritana a sacar agua del pozo. Y
observamos que Jesús, sin importarle la enemistad entre el pueblo judío y el
samaritano, le dice a la Samaritana en tono familiar: “Dame de beber”. La mujer por
supuesto se sorprende de que un judío se atreviera a hablarle. Por eso le responde:
“¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”
Comienza así un diálogo maravilloso en el que Jesús aprovecha la ocasión y el
sitio donde está para explicar a la Samaritana lo que es la Gracia de Dios para el alma.
“Si conocieras el don de Dios”, le dice Jesús, “y si conocieras realmente quién es el
que te está pidiendo de beber, tú le pedirías a Él y Él te daría agua viva”.
El “don de Dios” es la Gracia. Y Jesús compara la Gracia con un agua distinta,
un “agua viva”, que Él quiere darle. Pero la Samaritana no comprendió esta
comparación, ni tampoco podía imaginar de dónde iba a sacar esa agua tan especial.
Le responde que cómo va a sacar esa agua en un pozo tan profundo, si ni
siquiera tiene Jesús un cubo con qué sacarla. Él le hace ver que no se trata de un
agua como la del pozo, sino de algo distinto y muchísimo mejor.
Por eso le dice: “El que beba del agua de este pozo vuelve a tener sed. Pero el
que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se
convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna”.
Veamos qué le quiere decir Jesús a la Samaritana... y qué nos quiere decir a
cada uno de nosotros con este símil.
¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada uno de nosotros?
Es el agua viva de la Gracia, que es lo único que puede satisfacer nuestra sed de
Dios. Por medio de la Gracia podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios
mismo viviendo en nosotros. Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros,
no cesa de producir el “agua viva” que nos lleva a la vida eterna.
Por eso nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (Rom 5, 1-2.5-8) que por
Cristo “hemos obtenido la entrada al mundo de la gracia... para participar en la gloria
de Dios”. Y esto es así pues si nosotros respondemos a la Gracia, podemos llegar a
la unión con Dios, primero en esta vida, y luego en el Cielo, para gozar de la gloria de
Dios eternamente.
Notemos el título de “gracia” para el “don de Dios”. Significa -y esto es muy
importante- que ese “don de Dios” es “gratis”. No lo recibimos porque lo merecemos o
porque lo pagamos, sino que lo recibimos de gratis... simplemente porque Dios nos lo
quiere dar, sin ningún mérito de nuestra parte.
Además, ese “don de Dios” lo calma todo. Ya no se necesita más nada, pues
toda sed queda calmada con ese don infinito de la Gracia Divina. También vemos que
es un manantial inacabable, que nos lleva a la Vida Eterna.
Pero ¡ojo! Ese manantial inacabable puede ser interrumpido por nosotros
mismos cuando pecamos... Y, aun así, por otra gracia -gratis- adicional, esa fuente de
agua viva que interrumpimos al pecar, puede ser recuperada con el arrepentimiento y
la Confesión.
En efecto, podemos cerrar ese manantial con el pecado. Es decir: o se está en
gracia, o se está en pecado. Dios nos regala su Gracia, pero no en contra de nuestra
voluntad. Necesita y requiere nuestra cooperación a la Gracia para que la Gracia
haga su efecto; es decir, para poder santificarnos. La Gracia es como una semilla que
necesita crecer con las respuestas positivas que damos a ese “don de Dios”.
¿Para qué se nos da la Gracia? Para nuestra salvación: para poder llegar a la
felicidad eterna del Cielo. Tenemos seguridad de contar con la Gracia que Dios nos
da. Él no falla. Pero requiere nuestra respuesta a la gracia para poder llevarnos al
Cielo.
La Gracia es tan necesaria para nuestra vida espiritual que el Libro de la
Sabiduría nos habla así de ella: “La preferí a los reinos y tronos del mundo, y estimé
en nada la riqueza al lado de ella. Vi que valía más que las piedras preciosas; el oro
es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro. La amé más
que a la salud y a la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca
se oculta” (Sb 7, 8-10).
Por último ¿quién es el que primero dice tener sed? … El más sediento es Jesús
mismo que, más que sed del agua del pozo, tiene sed de la fe de la Samaritana... tiene
sed de la fe de nosotros. ¿Por qué? Porque quiere colmarnos de todo lo que su
Gracia, el Agua Viva, puede darnos.
Hermano Templario: Dios también pasa a tu lado, y te dice ¡dame de beber!
Quiere tu fe, tu entrega…En este final de la Cuaresma siéntete necesitado de la
Gracia de Dios que es la Única que puede cambiarte y salvarte. Vive agradecido a ese
Dios que te busca, que se sienta a tu lado y que entabla contigo una maravillosos
diálogo de salvación.
NNDNN
+ Fr. Juan Antonio Sanesteban Díaz, Pbro.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: