El Libro de las Crónicas intenta explicar por qué Israel, el pueblo elegido fue
desterrado, el templo de Jerusalén destruido y la esperanza, perdida. A pesar de
los avisos, de las advertencias lanzadas a lo largo de muchos años, por medio
de distintos profetas, el pueblo no fue fiel. Se burló de los profetas, los maltrató
y se apartó de los caminos de Dios. Con plena conciencia. Ese pueblo se dejó
llevar por las costumbres de los gentiles. Qué curioso, se podría decir que como
hoy, en nuestros días. Es más fácil hacer caso a lo que dicen en las redes
sociales que a lo que dicen en las iglesias. Y hacer lo que hacen todos, vivir
como viven todos, es más cómodo que destacar en la masa. Se ve que la
tentación viene de antiguo.
Al alejarse de Dios, al querer vivir a su manera, los israelitas se convirtieron en
esclavos de sus propios ídolos. El deseo de ser libres sin Dios los llevó a ser
cautivos de sus impulsos. Esa es la mala noticia. La buena, que Dios nunca
los abandonó. A pesar de su dura cerviz, de la sequedad de su corazón. Se
aproxima el regreso a la Tierra Prometida. No hay situación, por complicada que
sea que el Señor no pueda resolver. Todo lo puede. Incluso acabar con odios
antiguos y romper con las cadenas del pecado que atan a sus hijos. Basta con
confiar y seguir sus mandatos. Responder al amor de Dios con fe.
De lo que supone vivir lejos de Dios y lo que Él ha hecho por nosotros habla la
Carta a los Efesios. El pasaje que hemos leído hoy nos recuerda cómo estamos
salvados, por pura gracia y no por nuestros méritos. Sin la fe y sin la ayuda de
Dios, estaríamos muertos. Aunque viviéramos muy bien. Pero resulta que ya no
hay que hacer nada para conseguir la vida eterna. Cristo, muriendo en la cruz,
lo hizo todo ya. Parece que la pregunta que hizo el joven rico, en su momento:
“¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?”, está ya contestada. Nos ha
creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que Él
nos asignó para que las practicásemos (Ef 2, 10). Démonos prisa en hacer el
bien. Responder al amor recibido con amor.
El Evangelio nos trae un fragmento del diálogo entre Jesús y Nicodemo. Los
temas centrales son la fe y las obras para conseguir la salvación. Cuando Moisés
levantaba la serpiente de bronce en el desierto, era necesario mirarla para ser
curado. Ahora, cuando miramos a Cristo en la cruz, es preciso creer en Él, para
tener vida y tenerla en abundancia (Jn 10,10). Desde lo alto de la cruz, Jesús
nos dice que la persona que ha logrado vivir en plenitud es la que se ha hecho
esclava por amor. Amor hasta dar la vida por los hermanos. En el caso de Jesús,
literalmente.
En todo caso, Jesús se ha hecho presente para ser fuente de salvación, reflejo
del amor de Dios. Nos extiende su mano, para ser la luz que nos rescata de las
tinieblas. Hay libertad para aceptar o no esa luz. Pero si se acepta, hay que
actuar conforme a la verdad y a lo que Dios nos inspira. ¿De qué manera?
Creyendo. Creyendo en la Luz. En este mundo predominan las sombras. Pero,
a pesar de todas las injusticias, a pesar de que los que parecen triunfar son los
“malos”, creer que vivimos en un mundo amigo. Aunque muchas veces nos
parezca que Dios está muy lejos, que estamos “dejados de la mano de Dios”,
aunque estemos pasando un purgatorio, reconocer que Dios, por medio de
Cristo, ha preparado todo para que podamos salvarnos. Creer que, a pesar de
todo, podemos dormir tranquilos.
Hermano Templario: Si resulta que vivo en un mundo amigo, si Dios está de mi
lado, debo plantearme mi papel en este mundo. En lo que queda de Cuaresma,
por ejemplo, me puedo plantear si contribuyo a aumentar la luz del mundo, o
hago que las tinieblas se espesen. Puedo también revisar cuánta luz y cuántas
sombras hay en mi vida, en mi familia, en mi comunidad, en las organizaciones
en las que participo… Como seguidor de Cristo, tengo que ser una luz que
ilumine a los que están en tinieblas, sin conocer a la Luz.
Que sepamos siempre estar cerca de la Luz. Que no la apartemos de nuestra
vida. Que seamos reflejo de esa luz para muchos otros. Aunque nos cueste. Está
en juego nuestra vida eterna.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: