“Ay de mí, estoy perdido”. Esa sensación surge a menudo al encontrarse con el
Señor, porque sentimos que no somos dignos de ese regalo. Sobre todo, cuando
nos hemos propuesto muchas veces ser mejores, no volver a pecar, y no nos
sale bien. Repetimos los mismos errores, una y otra vez. Surge la tentación de
rendirse. “¿Para qué esforzarse, si nada cambia?”
El problema, quizá, es que lo queremos hacer todo nosotros. Sin dejar que Dios
intervenga. Hay que dejar que el ángel purifique nuestros labios y,
consecuentemente, el corazón. Entonces todo cambia, y es posible ver la vida
de otra manera, y aceptar la misión que el Señor nos encomiende. Y la mies es
mucha, ya lo sabemos. “¿A quién enviaré?” Cuando hemos sentido que Dios, a
pesar de todo, nos acepta sin condiciones, podemos ofrecernos para ser
enviados. Donde sea necesario. Para que otros también lo sepan.
Es lo que sintió san Pablo, con toda seguridad, “por la gracia de Dios”, que le
permitió ser lo que fue. En la segunda lectura, el Apóstol de los gentiles hace
una muy buena síntesis de nuestra fe, antes de agradecer al buen Dios que le
haya permitido cambiar de vida, de perseguidor a apóstol, sin mérito por su parte.
Pablo se aplica en serio a explicar lo que es la razón de nuestra fe. Parece ser
que, en nuestros días, a muchos les pasa como a los corintios del tiempo de
Pablo. Eso de creer en todo lo que dice la Santa Madre Iglesia no les va. En vez
de resurrección, algunos creen en la reencarnación, diez mandamientos parecen
demasiados, ciertas cosas de las que dice el Santo Padre suenan “antiguas” y
hay cosas que aceptan y otras que no de la doctrina eclesial. Una fe a la carta,
en definitiva. Como en los restaurantes. Como casi todo en la vida moderna.
Quizá el problema esté en la falta de catequesis, de preparación. Y en la
ausencia de vivencias profundas. A la fe no se llega de repente, como no llegó
de repente a ser apóstol san Pablo, ni se convirtieron en cristianos de repente
los corintios. Es necesario un avance gradual, apoyado en la Biblia, la Tradición
y empujado por el Espíritu Santo. San Pablo nos presenta su experiencia, para
que también nosotros leamos personalmente la Palabra y la escuchemos en las
celebraciones de la comunidad, seamos parte activa de la Iglesia, de modo que
el Espíritu nos vaya empapando poco a poco y pueda guiarnos.
De esta manera, también nosotros, cristianos del siglo XXI, podremos vivir
nuestra fe, si no igual que la vivieron los habitantes de Corinto, sí de una forma
similar. Como verdaderos discípulos del Señor, en la vida cotidiana. Entregados
a la causa del Reino. Como Jesús.
Ese Jesús que, en el Evangelio, sale de Nazaret, donde había estado en la
sinagoga, y vuelve al lago de Genesaret. Está buscando, nos damos cuenta,
compañeros de camino para su misión, con Él al principio, y luego, por supuesto,
continuar con este proyecto cuando ya no esté físicamente presente en este
mundo.
Antes de llamar a los que consideró adecuados, no puede evitar predicar a
aquellos que están en la orilla del lago. Porque su misión le pedía
permanentemente hablar de su Padre, a tiempo y a destiempo. Como hoy,
cuando Jesús se acerca a nosotros, mientras estamos en las cosas de cada día,
en la vida cotidiana, allá donde nos encontremos.
Es curioso ver cómo Cristo se dirige a Pedro y a sus compañeros. Dicen los que
entienden de esto que, para lograr una buena pesca, hay que salir de noche. Si
no habían recogido nada, podemos suponer que no estarían de muy buen
humor. Y encima un carpintero se acerca a decirles lo que tienen que hacer.
Podría Pedro haberle dicho eso de “zapatero, a tus zapatos”, o mejor,
“carpintero, a tus muebles”. Pero algo vería en Cristo, le habría escuchado
hablando a la gente, y ya empezaría a sentir que en ese hombre había algo
especial. Así que le hace caso. Y mereció la pena.
La reacción de Pedro ante la pesca milagrosa no deja lugar a dudas. Simón
reconoce que no es digno de estar cerca de Aquél que puede realizar ese
milagro. Como el profeta de la primera lectura. Ahora ya no hay un ángel que
purifique, es el mismo Jesús el que le dice “No temas”. El encuentro con Cristo
ha cambiado su vida y, desde ese momento, será pescador de hombres. Junto
con su hermano Andrés, con Santiago y con Juan. Comienza a formarse el grupo
de los Discípulos, que irán con Cristo a todas partes, para hacer lo que Él hacía
y continuar con su obra.
Es bonito saber que siempre hay una cita de cada uno de nosotros con Dios. No
todos nos hemos llevado el susto, o hemos tenido la suerte de disfrutar de una
manifestación tan clara de Dios. Pero también somos capaces, en la sencillez de
la oración, en el recogimiento de la plegaria, de encontrarnos con Dios. ¡Qué
hermoso es pensar que a la hora que yo quiera tengo audiencia con Dios! Que
en cualquier momento que yo quiera recogerme en oración, Dios me está
esperando y me está escuchando. Esto también nos lo quieren revelar estas
lecturas, que todo hombre tiene esa revelación íntima de Dios en su propio
corazón.
A veces, podemos pensar como Isaías, como Pablo, como Pedro: – “¡Señor soy
un pecador!” No importa. Dios no se complace en humillarnos por nuestros
pecados, sino que Dios sabe que el hombre por sí no puede pretender la amistad
con Él, ni mucho menos la colaboración con su obra. Y entonces despierta este
sentimiento de humildad para llamarlo el mismo Dios: – “No temas: desde ahora,
serás pescador de hombres.”
Hermano Templario: si piensas que no puedes predicar el Evangelio, porque
no es para todos, sí puedes hacer alguna otra cosa. Pedro puso su barca a
disposición del Maestro; tú quizá puedas poner tus dones, tu coche, tu tiempo,
como signo de que quieres vivir de otra manera, olvidándote de ti mismo,
interesándote por los demás, ayudando a los necesitados, no solo
materialmente. Porque la fe en Jesús significa escuchar su voz, y no las voces
que, a tu alrededor, te invitan a centrarte sólo en ti mismo, a ser egoísta, a no
mirar más allá de tus muros.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: