Hoy, camino hacia la Semana Santa, la liturgia de la Palabra nos
muestra la Transfiguración de Jesucristo. Aunque en nuestro
calendario hay un día litúrgico festivo reservado para este
acontecimiento (el 6 de agosto), ahora se nos invita a contemplar la
misma escena en su íntima relación con los sucesos de la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor.
En efecto, se acercaba la Pasión para Jesús y seis días antes de
subir al Tabor lo anunció con toda claridad: les había dicho que «Él
debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer
día» (Mt 16,21).
Pero los discípulos no estaban preparados para ver sufrir a su Señor.
Él, que siempre se había mostrado compasivo con los desvalidos, que
había devuelto la blancura a la piel dañada por la lepra, que había
iluminado los ojos de tantos ciegos, y que había hecho mover
miembros lisiados, ahora no podía ser que su cuerpo se desfigurara a
causa de los golpes y de las flagelaciones. Y, con todo, Él afirma sin
rebajas: «Debía sufrir mucho». ¡Incomprensible! ¡Imposible!
A pesar de todas las incomprensiones, sin embargo, Jesús sabe para
qué ha venido a este mundo. Sabe que ha de asumir toda la flaqueza
y el dolor que abruma a la humanidad, para poderla divinizar y, así,
rescatarla del círculo vicioso del pecado y de la muerte, de tal manera
que ésta —la muerte— vencida, ya no tenga esclavizados a los
hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Por esto, la Transfiguración es un espléndido icono de nuestra
redención, donde la carne del Señor es mostrada en el estallido de la
resurrección. Así, si con el anuncio de la Pasión provocó angustia en
los Apóstoles, con el fulgor de su divinidad los confirma en la
esperanza y les anticipa el gozo pascual, aunque, ni Pedro, ni
Santiago, ni Juan sepan exactamente qué significa esto de… resucitar
de entre los muertos (cf. Mt 17,9), ¡Ya lo sabrán!
Hermano Templario: También tu y yo debemos ser rostros
transfigurados antes los demás hombres. Nuestro rostro tiene que
cambiar porque nos fiamos de un Dios que ha vencido a la muerte, y
sabemos que nuestro destino, como el suyo, pasa por muchos
sufrimientos, por la Cruz, pero que nos aguarda la Resurrección y
contemplar la Gloria del Padre para toda la eternidad. Sigamos
caminando con fuerza y esperanza.
NNDNN
+ Fr. Juan Antonio Sanesteban Díaz, Pbro.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: