Ya lo hemos escuchado muchas veces. Ya nos sabemos que tenemos que ser sal
de la tierra, luz del mundo, ciudad en lo alto de un monte y lámpara en el
candelero. Esta es de esas parábolas que necesitan pocas explicaciones.
No ha dicho «tenéis que ser», ni «debéis ser». No estamos ante una invitación, ni
una oferta, ni una meta que debamos plantearnos en nuestra vida. Jesús sigue el mismo
estilo de discurso que había comenzado -y que leímos el domingo pasado- de las
bienaventuranzas: «Dichosos los que...». Tampoco allí daba instrucciones, ni mandaba nada,
ni exigía... Nadie puede pretender mandarnos que seamos felices.
Pero tenemos una especie de «tendencia innata» a convertir todo lo que leemos en el
Evangelio en moral, obligaciones... o peor aún... en "moralina". Enseguida se nos dispara
el «tenemos que», el «debemos», y a la vez «qué mal, porque yo no soy así, o me falta
mucho para conseguirlo».
El Señor ha dejado caer una declaración tajante de algo que va implícito en nuestra
condición de discípulos: no es que «debamos ser» sal, o luz: es que somos luz y
sal. ¿Qué tiene que hacer la sal para salar? Ser lo que es. ¿Qué tiene que hacer una
lámpara encendida para iluminar? Ser lámpara encendida. También podemos decir: no
dejar de ser lo que somos, no perder nuestra identidad, nuestro «ser». Y lo que somos no
es posible ocultarlo, como tampoco se puede esconder una ciudad construida en lo alto de
un monte. Por estar donde está ¡YA SE VE! Por ser lo que es ¡YA SE VE!
Este mundo tan lleno de injusticias y tan falto de paz, se ilumina cuando alguien
coge la lámpara y pone a descubierto, denuncia corrupciones, defiende al pobre, y levanta
puentes que permitan el encuentro y la reconciliación entre las personas. Estas
personas pacíficas son felices, y contagian bienestar y felicidad...
¿Y qué tenemos que hacer para dar sabor o dispersar tinieblas con nuestra luz?
Ser discípulos, estar conectados con Dios, meternos en medio del mundo con lo que
somos y hacemos. Aunque me temo que muchos habitantes de esa Ciudad de la Luz que
es la Iglesia (sobre todo esa inmensa «central eléctrica» que son los laicos) no han
descubierto su capacidad de encenderse e iluminar: son bombillas, focos, velas,
lámparas... que todavía no se han «conectado» realmente a quien es la Luz del mundo,
porque en cuanto lo hicieran... se volverían personas luminosas: "Tu luz romperá como la
aurora si partes tu pan con el hambriento, hospedas al que no tiene techo, vistes al
que va desnudo y no ignoras las heridas de los que son hombres como tú,
-hermanos tuyos-. Tú mismo te sentirás feliz, porque se curarán las heridas del
corazón que tanto duelen: «te brotará la carne sana». (Primera lectura).
Los discípulos de Jesús se distinguen sobre todo por eso: por la luz que dan, por
el sabor que ponen en el mundo. Una luz que no es cegadora: es apenas una lámpara en
medio de la oscuridad. Una sal que no puede echarse en grandes cantidades, porque lo
muy salado se queda estéril, no hay quien se lo coma. Son pequeñas dosis, las justas.
Es cuestión de «creer o no creer». Ser o no ser de Jesús. Lo haremos -como decía San
Pablo- débiles y temblando de miedo; sin persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y
el poder del Espíritu, para que nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el
poder de Dios». (Segunda lectura).
Hermano templario: No hace falta añadir más. ERES LUZ, ERES SAL, ERES
LÁMPARA, ERES CIUDAD EN LO ALTO. Sé consciente, alégrate por ello y no renuncies
a lo que eres... Enciende lámparas, da sabor a la vida de otros con lo que eres, con lo que
tienes, con lo que haces, como puedas. Es cuestión de «creer o no creer», vivir el
Evangelio o no vivirlo. En tu vela de armas se te ha entregado como símbolo la sal….¿qué
has hecho con ella?
¡Qué tengas una feliz y bendecida semana!
NNDNN
+ Fr. Juan Antonio Sanesteban Díaz, Pbro.
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: