Meditar acerca de la Trinidad significa intentar comprender cómo es nuestro Dios. Sabemos que a Dios no podemos verlo, pero eso no significa que no se manifieste. Cristo ha sido la manifestación definitiva de Dios. Él es el rostro del Padre. Y en sus palabras, en sus gestos, podemos ver cómo actúa, como siente nuestro Dios. Por ejemplo, en sus predicaciones. Cuando nos recordó que Dios hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace que llueva para los justos y para los pecadores, o cuando declaró si vosotros, que no sois un prodigio de bondad, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo
dará cosas buenas a los que se lo piden! También las parábolas de la oveja perdida (dejar a 99 para buscar a una), de la moneda perdida o del hijo pródigo (o del padre misericordioso, como algunos exégetas la denominan).
En la vida de Jesús también hay gestos que nos recuerdan la forma de ser de su Padre. Como cuando se acerca al publicano Mateo, a la mujer samaritana o Zaqueo. El dejad que los niños se acerquen a mí, los milagros, tanto las sanaciones como las revivificaciones y, finalmente, su muerte en la cruz, como culmen de su vida entregada y cercana.
De esa cercanía habla la primera lectura. El pueblo de Israel, en el destierro, se pregunta por qué han llegado a esa situación, si eran el pueblo elegido. Están deprimidos, desorientados, y unas palabras de aliento no vienen mal. Lo que nos cuenta el autor del Deuteronomio es que nuestro Dios no es como los “dioses” de Grecia o de Roma, que vivían en las alturas y se divertían viendo como los hombres, seres inferiores, sufrían y morían, incapaces de alcanzar ese cielo ansiado.
El Dios de Israel es un Dios cercano, que siempre está presente en la historia, que da segundas (y terceras y cuartas y las que haga falta) oportunidades y muestra cómo remediar los errores que, muy a menudo, cometían los fieles. Por eso, no debían perder la alegría, porque no hay nada tan terrible que no pueda perdonarse.
A los Discípulos les costó sintonizar con ese espíritu de Dios. Al ver a Jesús, algunos vacilaban. Pero a todos el Señor les dice que tienen una misión, la misión de continuar su obra. Y esa misión se debe concretar en una serie de acciones, con el poder en el cielo y en la tierra del mismo Jesús. La petición de Jesús es especial. “Id”, es la primera parte. No hace falta esperar a que los demás vengan a nosotros. Somos nosotros los que debemos ponernos en marcha. Movidos por el Espíritu de Dios, hay que hablar del amor que Él nos tiene. Para que todos sepan que son hijos del mismo Dios.
El segundo momento es “haced discípulos de todos los pueblos”. La carta a los Romanos (Rom 10, 13-15) nos dice que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y
¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! También entre habla el Evangelio de bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
El Bautismo es la forma que tenemos de incorporarnos a la vida de Dios, de participar en la relación de amor el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Y, por fin, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Obra de misericordia sigue siendo enseñar al que no sabe. Aquí, se trata de cumplir primero con lo que Dios nos pide, para que, predicando con el ejemplo y con las palabras, seamos testigos de la nueva vida del Reino.
Éste es nuestro Dios, y esto es lo que nos pide. Un Dios discreto, que no se impone; un Dios que da señales de vida, para que lo encuentre el que lo busca, y que se manifiesta en Jesús. En este Dios creemos, al que confiamos nuestra vida.
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Hermano templario: ¿Cómo vives el apostolado? ¿está Dios presente en tus conversaciones? ¿eres templario sólo para la Gloria de Dios? ¿hablan tus obras de tu fe? .
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Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: