Jesús y sus apóstoles subían a Jerusalén, donde se iba a confirmar su
imponente fracaso ante los importantes de su nación. Y entonces se le
acercan los Zebedeos, que, en principio, parecían de los más listos del grupo,
para pedirle que los nombrara “presidente y vicepresidente” de su futuro
gobierno. No se habían enterado, en absoluto, de cuál era la misión de Jesús.
Y mucho menos de cómo iba a realizarse.
Podríamos decir, entonces, que Jesús fracasó con los apóstoles y fracasó con
su propio pueblo, que tras admirarle y querer hacerle rey porque les daba pan
gratis, luego lo ultrajaron y lo mataron como al peor de los criminales. Parece
que nadie le entendió. Y si leemos con atención los Evangelios pues sabemos
que repitió muchas veces su auténtico mensaje a los discípulos, y a todos
aquellos que le quisieron oír. Les pidió varias veces – como en esta ocasión
– que fueran servidores y que no buscaran ser servidos. Les avisó que Él no
tenía donde reposar la cabeza. No tenía el menor sentido aplicar la fuerza –
cosa que los políticos saben hacer muy bien – al contrario, les aconsejo que
pusieran la otra mejilla, ante la primera bofetada y que dieran el manto a
quien les pidiera la capa. Les lavó los pies y les pidió, en definitiva, amor
entre ellos. Pero todo el mundo seguía pensando en términos políticos, en
posición de poder y más poder. Incluso, también los de Emaús cuando
refieren lo ocurrido en Jerusalén esos días de la Pasión, hablan del no
reconocimiento de las autoridades hacia Jesús y no de su misión, ni de su
doctrina. Reconocen su fuerza como profeta, pero no su entrega y su amor
por todos.
Jesús amaba la vida. Y conoció las alegrías del vivir. Se le llegó incluso a
acusar de ser demasiado aficionado a comer y a beber. Jesús era también un
líder nato. Tenía una extraordinaria capacidad de arrastre. Los Evangelios
ponen de relieve en distintos lugares su «autoridad»: hablaba y actuaba como
quien tiene autoridad. Podía haber sido un «triunfador». ¿Por qué, entonces,
eso de servir? ¿Por qué una máxima así? Porque Jesús afrontaba la vida
desde otras claves. La experimentaba como un don que había recibido, no
para malgastarlo, no para retenerlo, no para apuntarse triunfos demasiado
terrestres, sino para compartirlo y entregarlo. Y es desde ahí, desde esa su
experiencia base de la vida como un don plenamente gratuito, desde donde
invitaba a los discípulos a que fueran servidores.
En la segunda lectura se nos da a conocer una vertiente concreta de la vida
de Jesús. No fue un camino fácil y despejado. Jesús conoció, como todos
conocemos, las dificultades, los malos ratos, las pruebas. Es uno de los
rasgos de su solidaridad con nosotros. Por eso nos comprende desde dentro,
porque él ha vivido nuestra misma vida en todas sus vertientes. Lo único que
lo distingue, le hace único, es que mantuvo siempre su comunión con Dios,
que no la rompió jamás. Pero conoce nuestros desfallecimientos, nuestras
tentaciones, nuestros malos momentos o nuestras malas temporadas. Sí,
también Él tuvo malos ratos. En los Evangelios sólo nos quedan algunos
apuntes relativos a las tentaciones del desierto y a las pruebas y angustia de
los momentos finales. Pero basta con esas muestras para que reconozcamos
a Jesús como uno de los nuestros, probado en todo exactamente como
nosotros. Y aquí es donde recibimos una segunda invitación: cuando lo
pasamos mal, cuando experimentamos las heridas del vivir, podemos
acercarnos a Él con toda confianza, seguros de que nos va a comprender.
Y acabamos este repaso con la primera lectura. ¿Fue una vida malograda la
de Jesús? Cuando la miramos con los ojos con que el profeta Isaías contemplaba al Siervo de Yahvé nos damos cuenta de que no fue uno de esos
triunfadores que arrasan por todas partes, pero reconocemos también que su
vida fue a la postre una victoria, una limpia victoria. La última palabra no la
tienen los trabajos, ni los rechazos, ni la angustia mortal, ni la muerte
violenta: no la tienen los poderes malos de este mundo. La última palabra la
tiene el Dios de la vida. Aquí también recibimos una invitación: la de cobrar
conciencia de que le pertenecemos.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: