Parece que el señor que se iba de viaje conocía bien a sus empleados. No les
da a todos lo mismo, sino que a cada uno le da lo suyo. Cinco, dos y un talento.
Según sus capacidades. Una cantidad enorme de dinero, algo así como veinte
años de salario traducido a nuestra economía. Conociendo a los empleados, les
da total libertad, tiene plena y absoluta confianza en que lo harán bien, y sabe
que son eficientes, operativos, capaces de rendir.
Dos de los tres siervos se ponen «en seguida» a negociar, y pronto doblan el
capital. El otro, confundiendo quizá la prudencia con la cobardía, opta por no
hacer nada. No arriesga. Y no hace nada malo. Aparentemente. En realidad, no
hace nada de nada. Cuando no producimos, entonces, en la dinámica del
Reino de Dios, no estamos haciendo nada.
El rendir cuentas ante el señor pone a cada uno en su lugar. El amo que vuelve
a «su tierra» pide cuentas de los talentos que repartió en su día. Esta es una
afirmación de la fe que repetimos en el credo: «desde allí ha de venir a juzgar a
los vivos y a los muertos». Aquí se nos informa sobre un aspecto: hemos recibido
unos talentos que no son nuestros, que pertenecen al Señor, y nos pedirá
explicaciones de lo que hayamos hecho con ellos. Hay cristianos que han
«decidido» que no hay juicio ni condena, enmendándole la plana al mismísimo
Dios. Allá ellos.
Los dos primeros, trabajadores, ven recompensado sus esfuerzos con un «cargo
importante». Y reciben la alabanza de su amo. «Siervo fiel y cumplidor». Es una
bonita frase. Ojalá siempre nos la pudieran decir a cada uno (aunque luego haya
que decir eso de «siervos inútiles somos, hemos hecho lo que teníamos que
hacer»).
Peor lo pasa el tercero. El que, en principio, no había hecho nada. Sus propias
palabras le delatan. Conoce a su señor, sabe que es muy exigente, y llevado por
el miedo, entierra lo recibido. Lo de «empleado negligente y holgazán» ya no
suena tan bien. Y lo de ser arrojado fuera, tampoco apetece. Llanto y crujir de
dientes no es una buena perspectiva. Por miedoso.
Es mala la temeridad, pero también es malo el miedo porque nos muestra los
peligros, y no las oportunidades. Nos vuelve inhibidos y, por tanto, estériles. Fue
una lección que aprendió tarde y mal aquel empleado.
No es difícil traducir la parábola a nuestras propias vidas. A cada uno de nosotros
se nos ha confiado una tarea, para que la riqueza del Señor dé mucho fruto.
Según el carisma de cada uno, como nos recuerda San Pablo (1 Cor 12, 28-30).
Todos tenemos valores, cualidades, talentos más que suficientes. Todos. Y es
nuestra responsabilidad hacerlos rendir.
Hay quienes siempre se sienten peores que los demás, que no tienen
cualidades, que no sirven para nada, que siempre les parece que estorban o
están de más en todas partes; que nunca se atreven a asumir una
responsabilidad, a cargarse con complicaciones, que piensan que todos les
critican, que nunca se sienten suficientemente queridos, que en el fondo se
desprecian. Aunque parezca lo contrario, a esta gente le falta humildad. La
humildad bíblica implica valorarse a sí mismo y valorar en su justo término a los
demás, y así ni lo inferior de uno mismo abruma, ni molesta lo superior que se
ve en los otros. Con frase de Santa Teresa de Jesús, humildad es andar en
verdad, reconocer los dones que todos, como hijos, hemos recibido de nuestro
Creador, para poderlos poner al servicio de los demás, como nos recuerda esta
parábola de los talentos.
Hermano Templario: ¿Eres consciente de todo lo bueno que Dios ha puesto
dentro de ti? ¿Valoras toda la riqueza que Dios ha derramado sobre nuestra
Orden a través de las cualidades de los hermanos? ¿Pones tus talentos al
servicio de Dios que te ha llamado a servirle y de nuestra Orden en la que Él
quiere que estés? ¿Vives la pertenecías a la Orden como ocasión de madurar,
crecer espiritualmente y de dar mucho fruto?
Así pues, Hermanos, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y
despejados. Y aprovechando nuestros talentos..
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: