Hoy, cincuenta días después de la Pascua de Resurrección, coronamos este
tiempo: la Pascua de Resurrección culmina en esta Pascua de Pentecostés. El
Señor Resucitado entrega a los discípulos su Espíritu; el Señor resucitado y
ascendido envía su Espíritu a la primera comunidad cristiana. El Espíritu es,
pues, el fruto maduro de la Pascua de Jesús.
Se nos aclaran varias cosas en esta solemnidad. Sabemos que, sin el Espíritu
de Dios, no podemos conocer a Dios. Es por su gracia que llegamos a entrar en
la profundidad de la vida de Dios.
También caemos en la cuenta de que, sin el Espíritu de Dios no podemos amar
a Dios: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5,5). Cuanto más abiertos estemos a la
acción de ese Espíritu, más capaces seremos de poder amar, como Dios nos ha
amado.
Sin el Espíritu de Dios no podemos tomar parte en las cosas de Dios. Participar
en los misterios o sacramentos.
Sin el Espíritu de Dios no podemos orar a Dios. Uno de los dones del Espíritu es
justamente el don de piedad, por el que nos podemos sentir hijos de Dios. «Y la
prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su
Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6).
Sin el Espíritu de Dios no podemos desear a Dios. Son muchos los salmos que
hablan de la sed de Dios. Estaría bien releerlos, v.gr. el salmo 42 o el salmo 63.
Que tengamos siempre deseo de esa agua viva.
Sin el Espíritu de Dios no podemos dar testimonio de Dios. Es el Espíritu el que
nos ayuda a cumplir con la misión que Dios nos ha encomendado. Gracias a Él,
podemos ser referencia para los demás, para que, al vernos, sepan que somos
creyentes. En lo que decimos y en lo que hacemos.
Hermano templario: Termina, pues, con esta solemnidad el tiempo pascual. No
estamos solos, nos va llevando el Espíritu. Déjate llevar. Siempre será para tu
bien. Ábrete a la acción su Espíritu en ti y quedarás sorprendido de lo que Dios
puede hacer en ti, y contigo.
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NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: