Así van las cosas. En esta carta a los Efesios se han apoyado
diversas tendencias cristianas, entre ellas, la más importante,
la que con Lutero llevará a la división de la Iglesia de Cristo
en, al menos, dos ramas.
¿Qué nos justifica ante Dios? ¿La fe? ¿Las obras? Difícil llegar
a una conclusión definitiva del asunto, aunque la carta de
San Juan nos invite a mostrar la fe sin obras, o que las obras
muestren la fe. Y, ¿si somos salvados por pura gracia, donde
queda nuestra libertad para elegir?
Puede que estas disquisiciones teológicas deban ser orilladas
por nosotros, pobres e ignorantes criaturas. Pero si debemos
fijarnos en las contundentes frases que en esta misma
epístola leemos. Hemos sido creados por el amor de Dios para
conocerlo por Jesucristo y hemos llegado a este mundo para
hacer buenas obras.
Y debemos tener en cuenta que San Pablo no nos dice que
debemos hacer para salvarnos, sino que ya estamos salvados,
que ya somos hijos de Dios, aunque falte que aparezcamos
como tales en plenitud. Tenemos que tener en cuenta una
verdad incontrovertible: no es que tengamos que resucitar
para ser hijos, sino que por ser hijos seremos resucitados. La
resurrección de Cristo nos ha hecho ya hijos resucitados de
Dios, aunque aún no se haya manifestado este hecho en toda
su grandeza. Hagamos, pues, buenas obras, porque los hijos
de Dios no podemos hacer otra cosa.
Mirad: guardaos de toda clase de codicia
En esto estamos. Somos egoístas y lo hacemos notar en
nuestras actitudes a lo largo de nuestra vida. Nos gusta
perder el tiempo lamentando lo que deseamos y no tenemos,
que suele ser más de lo que poseemos, sin dejar de pensar y
calcular cuánto creemos necesitar o como disfrutaremos de lo
que tenemos. Y lo hacemos en primera persona: “yo”, “mí”,
“para mí”. Mi ego es el centro que domina y rige mi entorno, o
eso me creo.
El egoísmo es el sentimiento dominante en nuestra sociedad,
y lo que es peor, en nosotros mismos. Perdemos la vida, la
dejamos pasar, tratando de acumular riquezas, propiedades,
objetos que dejen chicos a los demás, y de pronto nos damos
cuenta de que todo eso no nos hace felices, incluso que no
sirven para nada. Solo ocupan un lugar y nos dan el trabajo
de quitarles el polvo de vez en cuando. Pero no nos sabemos
desprender de nada. No sabemos cuestionamos ¿por qué
seguimos acumulando inutilidades?
El hombre rico del que nos habla el Evangelio está satisfecho:
tiene mucho más de lo que necesita y podrá darse a la buena
vida durante mucho tiempo. ¡Qué estupidez! No se da cuenta
de que es dueño de mucho, pero no es dueño del tiempo, que
siempre corre en contra.
Solemos rezar, guiados por Jesús: “Danos nuestro pan del
mañana”, pero en el fondo pretendemos ir más lejos y, en
realidad, queremos el pan para muchos días, ponerle precio y
comerciar con él.
Cuando nos hemos decidido a acumular riqueza, hemos
perdido de vista que solo somos administradores de lo que
recibimos, que no somos propietarios, sino canales por los
que los bienes de Dios deben llegar a todos los hombres. Nos
falta comprender que somos los continuadores de la obra
creadora porque para eso nos hizo Dios. Olvidamos que
nuestras manos son sus manos, que somos los obreros
constructores del Reino de Dios, no de nuestro propio reino.
¿Podemos imaginar un mundo donde todos tengamos lo que
necesitamos, todos aportemos lo que tenemos y todos
estemos contentos con lo que nos toca? ¿Podríamos
plantearnos, siquiera sea teóricamente, que a nadie debe
sobrarle y a nadie debe faltarle? ¿Qué excusa podríamos
encontrar para tanta guerra, tanta envidia, tanto daño que
nos hacemos unos a otros en nombre de unos pretendidos
derechos realmente inexistentes?
Y olvidamos que estamos en las manos de Dios y que Dios
nos quiere con amor maternal, pero nos ha hecho caducos,
con fecha de caducidad escrita en el fondo del envase. Y me
surge una pregunta: ¿Podremos mirar a Dios cara a cara
cuando lo encontremos?
Estos Evangelios y reflexión han sido extraídos de “Dominicos”, hecho público en
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/17-10-2022/ Dominicos
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: