La sabiduría de la que habla la primera lectura, el poder discernir lo
bueno de lo malo, no nos la dan los hombres, es un don de Dios. Esa
es la sabiduría que hay que pedir, en la oración, para saber valorar
cada cosa en su justa medida, ordenar de forma adecuada nuestra
escala de valores, y saber lo que merece la pena y lo que no. La
mayoría de las cosas no son malas en sí, pero hay unas más
importantes que otras. Y lo principal es nuestra actitud ante ellas.
Es la Palabra de Dios la que nos da las pautas para ese
discernimiento. Esa Palabra que es viva y eficaz, más tajante que
espada de doble filo. Que sale de la boca del Señor, y siempre
produce algún efecto, como la lluvia que no cae infructuosamente (Is
55, 10-11). La única condición es estar abierto, dejar que esa Palabra
nos cambie, nos afecte, que no abramos el paraguas del “ya lo sé
todo” o “esto ya lo he oído muchas veces”. Habría que escucharla
como si fuera la primera vez. Con el deseo de esas personas que
recorrían muchos kilómetros, gritaban y luchaban contra todas las
barreras, para poder acercarse a Jesús.
Jesús se encontró con muchas personas a lo largo de su vida. A
algunos les hizo una invitación muy concreta: “ven y sígueme”. Las
respuestas fueron muy diversas. Algunos lo dejaron todo,
inmediatamente, y se fueron tras Él. Otros comenzaron el camino del
seguimiento, pero, cuando llego el momento de la prueba, lo dejaron.
Uno hubo que lo traicionó después de haber sido de su grupo, casi
hasta el final. Y hoy el Evangelio nos recuerda la historia de ese joven
que no dio el paso adelante, sino que se retiró con pena. El caso es
que era una persona buena, “de Misa”, que cumplía la ley. Para sus
contemporáneos, la riqueza, además, era señal de la bendición de
Dios. Una recompensa por la honradez de su vida.
Es posible que hubiera oído hablar de Cristo, que quisiera conocerlo,
y, con esa idea en la cabeza, se encaminó al encuentro del Maestro.
Pero a veces hay que tener cuidado con lo que se desea. Se cumplió
el sueño, se encontró con el Señor, pero, para su desgracia, al
escuchar lo que Cristo le decía, se vino abajo. Todo de lo que estaba
orgulloso, su religiosidad, su cumplimiento de las normas, su
situación económica… Todo resultó ser insuficiente. Le faltaba lo
más importante, poner a Dios en el primer lugar. Ese lugar estaba
ocupado por su (gran) patrimonio. ¡Qué pena más grande!
Ese joven, al menos, tenía interés por saber cómo ganarse el Cielo.
Cuántos cristianos, hoy en día, se conforman con vivir lo mejor
posible, sin complicaciones, preocupados más por los bienes
materiales que por los celestiales. No muchos se plantean lo que
significa la Vida Eterna.
Al igual que al joven rico, falta mucha generosidad y valor para dar
ese paso. Hay que confiar más en las promesas de Dios que en
nuestros temores.
Es la alternativa fundamental de nuestra vida: poner la confianza en
Dios o poner la confianza en los bienes materiales. Ahí, de alguna
manera, se prueba nuestra fe. Hace falta sentir que Dios es una
realidad viviente en la que uno puede descansar su vida. Al final, Dios
no se deja vencer en generosidad.
Hermano Templario: ¿Nos hemos preguntado qué quiere Dios de
nosotros? ¿Estamos haciendo todo lo que podemos para ser testigos
de su reino? Dicho de otra manera, ¿qué me mueve en mi día a día?,
¿qué aspiraciones tengo yo, cristiano del s. XXI? Santa Teresa, cuya
memoria celebramos el 15 de octubre, repetía con frecuencia: “¿qué
mandáis hacer de mí?”
¿Y nosotros? Es posible que seamos como el joven rico, “buena
gente”, formales, cumplidores… Eso no está mal. Pero lograr el
Reino no es sólo cuestión de cumplir con una serie de normas
litúrgicas. Hay que ser sinceros en la relación con Cristo, poniendo
todo, especialmente los bienes materiales, en su justo lugar. Sin
apegarnos a las cosas que pueden dar prestigio o poder, pero no dan
la felicidad eterna, más bien nos quitan fuerzas, coherencia e ilusión
en el vivir como hijos de Dios
Así que el Evangelio de hoy nos invita a pensar si necesitamos
convertirnos, sobre si podemos hacer algo más que lo mínimo. A lo
mejor hay algo más que podamos hacer, que no sea lo de siempre,
lo fácil, lo que no nos compromete. A lo mejor lo que nos falta a
nosotros es compartir nuestros dones, no solamente los materiales,
con los demás. Vivir con Jesús, como Jesús, para poder encontrar la
Vida Eterna, preocupándonos por el futuro y no únicamente por el
momento presente.
Necesitamos el don de sabiduría, para descubrir lo que vale la pena
de verdad y lo que es relativo; para saber lo que vamos a perder al
morir, y lo que no podemos perder de ninguna manera. Tener un
verdadero sistema de valores, y pedirle a Dios el desprendimiento y
la generosidad para poder vivir el amor más radical, el que debería
ser el Amor Absoluto de nuestra vida, Dios nuestro Padre y el Señor
Jesús. Ese amor no engaña.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: