Del nacimiento de Jesús y la adoración de los Magos, a la presentación de Jesús,
con treinta años aproximadamente, siendo bautizado por Juan el Bautista. ¿A
qué se dedicó el Señor en esos años? Sólo nos queda la imaginación.
Seguramente pasó tiempo preparándose para la tarea que le esperaba.
Creciendo en sabiduría ante Dios y ante los hombres.
Y se dedicó a participar en la vida litúrgica de su pueblo. En la sinagoga oraba y
se empapaba del espíritu de Dios. Eso le permitió conocer mejor a su Padre.
Para ello, tenía los mismos medios de los que disponemos nosotros hoy. A su
alcance estaba la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios que le narraba la historia
de un pueblo que se sentía elegido y salvado por ese Dios Yahvé, que siempre
le había acompañado y protegido. Los Profetas le mostraron cómo Dios se había
ido revelando a los hombres, los Jueces le permitieron entender cómo había que
ser fiel al Señor en todo momento, etc. En la escuela de la Palabra aprendió a
escuchar lo que Dios iba revelando, y a guardarlo en el corazón. Y, quizá, le
surgió la pregunta: “¿qué tendré que hacer Yo?”
Y, sobre todo, observaba a los hombres. Que, seguramente, tenían las mismas
dudas y preguntas que podemos tener hoy. Incertidumbre ante el futuro,
cansancio ante el exceso de normas y preceptos religiosos… Muchos
marginados, por motivos rituales (leprosos, ciegos, enfermos…) o sociales
(pastores, extranjeros, viudas, niños…) Su compasión ante el sufrimiento
comenzó a crecer en ese corazón que se iba llenando cada vez más de Dios.
¿Qué hacer para aliviar estos problemas?
En esas debía de andar Jesús, cuando oyó acerca de un profeta contemporáneo
que, además, era su primo. Hablaba de convertirse, de cambiar de actitud. De
hacer las cosas de otra manera. Juan el Bautista había congregado a su
alrededor a muchos de esos descontentos, que querían cambiar de vida. Y allá
se fue Jesús, a ponerse en la cola de bautizandos, para acabar de descubrir qué
quería su Padre de Él.
“Tú eres mi Hijo amado, el predilecto”. Comienza una nueva fase en la vida de
Jesús. Sabiendo que su Padre está con Él, que le protege, empieza a hablar del
Reino de Dios. Por eso pasa tanto tiempo rezando, en la soledad de la noche,
para superar sus dudas, para tomar las decisiones importantes, y aclarar qué
quiere Dios de Él.
Sintiéndose querido, comienza a hablar del amor de Dios al hombre, a todo
hombre, extendiendo la bendición de Dios, la curación de los enfermos, el perdón
de los pecadores, la mano tendida a todos. Por eso la vida entera de Jesús es
una total entrega al Reino. Porque es una tarea muy grande, que exige completa
dedicación.
Y, desde luego, no es una empresa sencilla. A pesar de hablar de amor y perdón,
existirá mucho rechazo, mucho sufrimiento hasta llegar a la muerte, y muerte de
cruz. Por eso Dios Padre, en el Bautismo, le da su Espíritu. Eso le permite sentir
la fuerza, el amor, la luz del mismo Dios. Así puede descubrir la voluntad divina,
siempre desde el servicio, la humildad, la defensa de la justicia y el derecho.
Y lo que Cristo llevaba en el corazón, nos lo enseñó a todos. Porque nos reveló
que el Padre refrenda las mismas palabras con cada uno de los que quieren ser
sus discípulos. Cada vez que alguien se bautiza, esas palabras, “tú eres mi hijo
amado, en quien me complazco”, se repiten. El Padre nos ofrece lo mismo, nos
pide lo mismo, cuenta con nosotros para lo mismo. Hoy estamos celebrando que
tú eres hijo, que eres amado por el Padre, y que necesita que tú seas su nuevo
Jesús, y que te colma de Espíritu Santo para que puedas con todo, y que ahí
tienes al mismo Jesús como referencia para tu vida: el Hijo que supo cumplir su
voluntad.
Con Jesús, se ha cerrado definitivamente la época en que Dios ha sido pensado
como un monarca severo, justiciero, intransigente. Él nos ha revelado el
verdadero rostro de Dios, el Dios que sólo salva. Es cuestión de creérselo, de
fiarse y de ponerse en marcha. El sacramento del Bautismo no es una ceremonia
más o menos conmovedora y bonita, sino una declaración de intenciones entre
el Padre y sus hijos.
Y hoy la Palabra de Dios nos lanza una pregunta directísima.
Hermano Templario: ¿Quieres ser mi hijo amado, como lo fue Jesús? Mucha
gente está esperando al Mesías, preguntándose dónde está. ¿Qué vas a hacer?
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: