Todos aguardamos algo o a alguien: el resultado de una prueba médica, unas
vacaciones o un viaje, el día de la boda, una fiesta familiar, un puesto de trabajo,
el sorteo de lotería, a un amigo... Quien no espera nada ni a nadie está ya como
muerto. La espera da ritmo y emoción a nuestra vida, y la imaginación hace ya
presente aquello que estamos esperando, y el corazón va preparándose,
gradualmente, para recibir y gozar de lo bueno.
Pero: ¿esperamos nosotros a Cristo?
El Evangelio de hoy se sitúa en esta clave: diez muchachas jóvenes estaban
esperando al novio. Llevaban lámparas, tenían ilusión en que llegara: les
esperaba una fiesta de bodas nada menos. Algunas han previsto que la espera
fuera más larga de la cuenta, y se han llevado aceite. Pero todas se quedaron
dormidas. Esa espera es muy habitual es la Escritura. En muchos salmos se
habla de la espera. En la misma celebración eucarística, rezamos en diversas
ocasiones:
- Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡Ven, Señor Jesús!
Así pues, decimos que esperamos. Y decimos que buscamos a Dios, o que lo
intentamos. Pero, a menudo, nos cansamos. Nos quedamos dormidos. Y no
somos previsores. Necesitamos, pues, el aceite de la Palabra de Dios, que viene
a sacudirnos, a despertarnos. En la lámpara de nuestra fe hay que poner mucha
Palabra, para que nuestra fe no decaiga. En el Bautismo nos ungieron, en la
Confirmación nos ungieron con el aceite sagrado. Es muy posible que todavía te
quede algo de ese aceite. Y, si lo has descuidado, los demás no te podrán dar
del suyo, es personal e intransferible. Si te falta, siempre hay remedio. Tendrás
que pedírselo con fuerza al Único que te lo puede dar. Ponte a buscarle otra vez,
reza, escúchate dentro y, sobre todo, no te canses. Sigue rezando y leyendo la
Palabra.
Porque llegará el Señor a tu encuentro. Eso es seguro. Antes o después. Lo
llamamos con frecuencia, aunque sea porque la Liturgia nos lleva. Y si viene y
encuentra que te quedaste sin aceite, que dejaste de esperarlo, Él entrará y
cerrará la puerta, después de decir que no te conoce. Algo muy duro.
Estad atentos, porque no sabéis ni el día ni la hora. Pero seguro que vendrá.
¡Vaya si vendrá! ¡Y le encuentran los que le buscan! (Como nos recordaba la
primera lectura).
Hermano Templario: Vive cada día de tu vida, como si fuera el primero y el último,
el único..
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: