No podemos imaginar lo que significaba la lepra. Hoy sabemos que no es
contagiosa, al menos, tanto como se creía en la antigüedad. La prudencia
aconsejaba que el enfermo se marchara del grupo, y esta marginación social
incluía, además, una marginación religiosa: el enfermo era declarado impuro. Se
le privaba de la salvación, porque la enfermedad era causada por alguna culpa,
y eso significaba que el enfermo era un pecador.
En realidad, la enfermedad siempre tiene algo de marginación. Hasta las más
leves, como una gripe, nos pueden dejar “fuera de combate”. Nos impide
trabajar, nos hace débiles y dependientes, reduce nuestra libertad. Es verdad
que, gracias a Dios, las enfermedades no se consideran ya ni maldiciones ni
castigos divinos. Pero nos enfrentan con nuestra debilidad y con la fragilidad de
la vida. La reciente pandemia del covid nos lo ha recordado a toda la humanidad.
El enfermo, físico o psíquico, por culpa propia o ajena, o por pura casualidad, es
alguien que está al margen y que para sobrevivir necesita pedir, incluso suplicar.
Con esa situación de necesidad nos podemos sentir todos identificados.
Pablo nos recuerda una realidad que, a veces, la sociedad competitiva y de éxito
en la que vivimos olvida. No siempre debemos hacer todo aquello a lo que
tenemos derecho (cfr. Rom 15, 1). A veces, por amor, tenemos que dejar de
ejercer nuestros propios derechos. Cargar con el peso de los débiles.
Pablo quiere cerrar el debate sobre si es lícito comer la carne sacrificada a los
ídolos. Se ve que, como ahora, había distintas sensibilidades. Para unos era solo
carne; para otros era una blasfemia. Pablo entendía que esta pregunta podría
ser un motivo de cisma en la naciente Iglesia. Por eso apela a las conciencias,
para que le imiten a él, que procuraba “contentar en todo a todos, no buscando
mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven.” Con otras palabras,
reír con los que ríen, llorar con los que lloran, estar siempre pendiente de
anunciar la Palabra y dejas las cosas que son menos importantes en un segundo
plano. Si uno puede comer esa carne, que la coma. Pero si puede ser motivo de
escándalo para otros, mejor abstenerse.
El Reino de Dios llegó de verdad para el leproso del Evangelio. Jesús no sólo
habla con él, sino que toca su piel, para curarlo. No sólo le devuelve la integridad
física, sino que le devuelve al seno de la comunidad. A costa de contaminarse
Él mismo, según la ley de los judíos. De esta forma, limpia lo que es impuro, y
declara que no hay nada que nos aparte de Dios si somos capaces de ponernos
en sus manos y suplicarle.
Contemplando al leproso que suplica su curación, podemos volver la vista a
nuestro mundo y a nosotros mismos. Hoy la lepra no es una enfermedad
preocupante, pero existen otras formas de lepra, física, moral, ideológica,
espiritual…, que producen marginación y también hacen sufrir, nos separan de
los otros. ¿Qué leprosos hay en nuestra sociedad? ¿Cuáles son mis propios
leprosos? Como a san Francisco de Asís, quizá nos haga falta un roce con uno
de esos leprosos, para cambiar nuestra forma de ver las cosas.
Hermanos templarios: ¿Podemos sentir lástima, compadecernos de los
sufrimientos de los otros? Quizá tengamos diversos grados de compasión,
algunos hechos nos afecten más que otros. El ejemplo de Jesús nos recuerda
que la compasión está bien, pero no es suficiente. Nos debe mover a la acción,
a mancharnos las manos, a traspasar esas fronteras y, como san Francisco,
atrevernos a besar al leproso. En otras palabras, hacer el bien, por amor al
prójimo. Sin buscar nada a cambio, solo que Dios sea conocido, amado y servido
por todos.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: