El pecado, surge por culpa del deseo desordenado del ser humano. De repente,
el hombre quiso ser como Dios, tuvo la tentación de “endiosarse”, y todo se
torció. Por medio, se entremetió el ángel caído, el diablo, para hurgar en esa
herida.
Adán y Eva, que han hecho un mal uso de su libertad, se esconden de Dios.
Probablemente nos pase también a nosotros. Como el pecado original, sus
consecuencias nos tocan muy de cerca. Cuando nos sentimos mal, pecadores,
dejamos de rezar, de leer la Biblia, puede que incluso faltemos a la Eucaristía…
Tenemos miedo de Dios porque nos parece que nos va a castigar, y acabamos
muy confundidos, en un círculo vicioso de vergüenza y remordimiento.
Y, además de alejarnos de Dios, nos alejamos de los hermanos. En el texto
comienza la cadena de acusaciones, porque, eso lo sabemos bien, la culpa es
siempre del otro. De Adán a Eva, de Eva a la serpiente. Todos se pasan la pelota,
hasta que no queda nadie más al que acusar. Falta la capacidad de asumir la
propia culpa. Orgullo y soberbia, hasta el final. Como que Dios tuviera la culpa
de nuestros propios errores.
Menos mal que Dios está siempre de nuestra parte. A pesar de nuestros
pecados, no dejó de tendernos la mano, de mandar mensajeros, profetas,
personas que hablaban de la vuelta a casa, del arrepentimiento. Lo recuerda el
salmo: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Y san Pablo lo
repite, de otra manera. Quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a
nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él. Porque Dios es fiel
guarda siempre su Palabra, y no nos abandona, aunque nosotros sí lo hagamos.
La familia de Jesús, en medio de esto, no entiende lo que hace, le tachan de
loco, no sabe cómo reaccionar y va a buscarlo. Como todos los discípulos, su
propia familia debía pasar por un proceso de maduración Ese proceso del
discipulado tiene sus momentos de oscuridad y dudas, hasta la cruz y,
lógicamente, la resurrección. Entonces se revelará el sentido pleno de la vida de
Jesús: hombre y Dios al servicio de la humanidad. Entonces verán claro.
Si la causa del Reino se convierte en la Causa absoluta de mi vida, entonces
formo parte de la familia de Jesús. Puedo sentir a todos los que también creen
en ella como “mi madre y mis hermanos”. Empieza una nueva forma de entender
la vida, la familia y la misma fe. No es fácil, pero es posible. Lo hicieron María y
los Apóstoles. Lo han hecho muchas personas sencillas a lo largo de la historia.
Hermano Templario: Tú, ¿vas a intentarlo? Con la ayuda de Dios, sí se puede.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: