Algo que está claro es la capacidad del Maestro para ver lo que pasaba a su
alrededor. Tenía una mirada que lo abarcaba todo. En este fragmento del Evangelio
de hoy, le vemos dirigir su mirada hacia adelante, hacia su propio futuro. Y lo hace sin
poner paños calientes, asimilando lo que ve, sin excusas y sin querer escapar. Sabe
que será acusado falsamente, entregado a las autoridades, y, al final, morirá.
Y la mirada de Jesús va más allá. Sabe que, en última instancia, su destino está en
manos de su Padre, porque se siente amado. Ahí puede encontrar descanso el
corazón de Cristo. De esa manera, seguramente fue más fácil aceptar el destino, ese
destino que le llevó a la muerte, y una muerte de cruz.
La persecución – nos lo recuerda la primera lectura – es un acontecimiento necesario
en la vida de los justos; sacude siempre a las personas que eligen vivir según Dios, y
los Templarios lo hemos hemos experimentado a lo largo de nuestra historia e incluso
en la actualidad.
Porque ese destino pasa por la muerte, sí, pero – sobre todo – por la resurrección.
Porque, gracias a la entrega de Cristo, la muerte no es final del camino. Hay vida
después de la muerte. Jesús nos abrió el camino.
Hay, además, una segunda parte en el Evangelio de hoy. Otra vez, la mirada de
Jesús tiene un alcance distinto a la mirada de los hombres. Él va al fondo, a lo
profundo: “ser servidor de todos”; “el que acoge a un niño acoge a Dios”. Parece que
los Apóstoles estaban en otras cosas. Iban discutiendo de los puestos, de los cargos,
de sentarse a la derecha o a la izquierda del Maestro. No es malo aspirar a los
carismas mejores – lo dice san Pablo (1 Cor 12, 31) – pero lo que está mal es buscar
el primer puesto dejando atrás a los otros, o pisando o desplazando a los demás,
cuando se les ve sólo como competidores. Casi como enemigos. “Quítate tú para
ponerme yo”.
Es que la Iglesia no es una plataforma para alcanzar posiciones de poder, para
sobresalir, para conseguir el dominio sobre los demás. Es el lugar donde todos, de
acuerdo con los dones recibidos de Dios, celebra su propia grandeza en el servicio
sincero y dócil a los hermanos. A los ojos de Dios, el más grande es quien más se
parece a Cristo, que se hizo servidor de todos.
Para que sea más claro, para que no queden dudas, hace un gesto que llama la
atención, poniendo a un niño en el centro. Es un símbolo del ser frágil e indefenso,
que necesita protección y cuidado. En tiempos de Jesús, como hoy, los niños eran
amados, pero no se les daba importancia social, no contaban nada para la ley, e
incluso eran considerados impuros porque transgredían los requisitos de la Ley.
Los Apóstoles, gracias a Cristo, cayeron en la cuenta de que, en la mirada de los
niños, en su presencia desvalida se revela y llama a tu conciencia nada menos que
Dios mismo. Por eso hay que acoger y ayudar a los más pequeños. Dios está
especialmente presente en ellos, porque están abiertos a la novedad, son
permeables y se dejan ayudar.
El deseo de poder se esconde en el corazón de mucha gente, incluso dentro de la
Iglesia. A Jesús no le hizo falta que sus amigos le confesaran que ese deseo también
estaba en sus corazones. Esos malos deseos pueden ser transformados, pero, para
ello, hay que “ser como niños”. Saberse frágiles, limitados, queridos. Identificarse con
los pequeños, como hace Jesús, nos permite entender qué significa eso de servir y
de ser el primero, siendo el servidor de todos.
Ojalá sea eso lo que anhelemos. “No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís,
porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones”, dice la segunda lectura.
Ojalá sepamos pedir lo que nos conviene. Ojalá seamos capaces de amar el último
lugar, como el que ocupó Cristo. Que queramos siempre servir a los demás. Si
queremos ser discípulos de Jesús no hemos de olvidar esto en nuestra vida concreta.
A lo mejor hay algo que puedas hacer por los demás, en casa, en la parroquia, en el
barrio, en el trabajo. Busca. Ponte a ello. Merece la pena. Por amor a Cristo.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: