Jesús se despide de sus amigos.. Es la solemnidad de la Ascensión.
El evangelista Lucas nos narra el encumbramiento de Jesús. No fue algo visible,
pero nos queda claro que Jesús sube a los cielos, para sentarse a la derecha del
Padre. Un hombre, ha sido elevado por encima de todo, hasta participar de la
vida inmortal del mismo Dios.
Cristo se apareció a sus Discípulos, después de su martirio en la cruz y del triunfo
de la Resurrección. Sus discípulos estaban convencidos de la victoria sobre la
muerte, su fe se fortaleció, estaban recuperando la ilusión… Pero ha llegado el
momento de partir…
Hay que entender que, gracias a Dios, gracias a Cristo, se nos han abierto las
puertas del Cielo. Somos ciudadanos del cielo que diría el apóstol San Pablo,
Tenemos un destino glorioso, un camino que Jesús ya ha recorrido, para abrirnos
paso también a nosotros. No todo está perdido. La puerta está ya abierta, y nos
ha mostrado que todo lo que sucede en el mundo (los fracasos y los éxitos, las
injusticias, los sufrimientos, las muertes tempranas…) todo entra en los planes
de Dios.
La segunda lectura nos recuerda que, sin la ayuda de Dios, es difícil entender el
misterio. Cuesta saber cómo debemos vivir. Pablo por eso pide la sabiduría para
los creyentes. No hablamos de una sabiduría humana, sino de la capacidad, la
inteligencia para entender el misterio de Dios y el misterio de la Iglesia. El Apóstol
ruega que sean – seamos – capaces de comprender la grandeza de la esperanza
a la que hemos sido llamados. Si en la primera lectura se nos invitaba a no
quedarnos quietos, a implicarnos en los problemas cotidianos de este mundo, en
la segunda se nos recuerda que nuestras vidas no están limitadas por el
horizonte finito de este mundo, sino que estamos siempre a la espera de la
gloriosa venida de Cristo, para llevarnos definitivamente con Él.
Somos criaturas débiles y, por eso, el Señor nos acompaña hasta el final.
Habiendo ascendido al cielo, el Señor envía a los Apóstoles el Espíritu Santo,
que está presente en nuestra vida como un “soplo apacible” (cf. 1 Re 19,12). No
vemos al Espíritu Santo, pero Él permanece con nosotros, nos fortalece y nos
guía. Siempre. Basta que creamos en ello y vivamos de tal manera que ese
Espíritu Santo pueda habitar en nosotros.
Hermano Templario: como los Apóstoles, convencidos de la verdad de nuestra
fe, llevemos por la vida la antorcha encendida del amor de Dios, para que esta
luz nos ilumine el camino no sólo a nosotros, sino también a nuestros vecinos,
hermanos, a todos los que se crucen en nuestro camino. Que se note que somos
creyentes. ¡No tengamos miedo, crezcamos en el amor, entregando
nuestro corazón a Dios!
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NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: