El Evangelio de hoy nos habla de la enseñanza de Jesús en la sinagoga de
Cafarnaúm. Sus palabras llegaban al corazón. Eran palabras dichas con fuerza
y con poder, como si brotaran de una fuente interior creadora. Eran palabras
vivas y entrañables, que producían efecto. No se parecían en nada a las palabras
de otros maestros y escribas, palabras viejas, cansadas, frías. E interpela de
verdad, mueve los corazones. No deja indiferente a nadie.
Al escucharle, los vecinos de Jesús se dieron cuenta de que ahí había algo
diferente. Hablaba un verdadero profeta. Y lo hacía con autoridad. La autoridad
que viene de Dios. Eso es lo que el Resucitado ha compartido con nosotros. El
Evangelio, la Palabra de Dios, está cerca de nosotros, y nos ayuda a discernir la
voluntad del Padre y a comunicarla a los hermanos. El viejo deseo de Moisés,
de que todos los israelitas se convirtieran en profetas, como era el mismo
Moisés. Lo que aconteció en Pentecostés, en Jerusalén, cuando los Apóstoles,
eso está ya a nuestro alcance. Es también nuestra misión.
La lectura de hoy no termina ahí. Se nos relata después el encuentro con el
endemoniado. El “pobre hombre” estaba en la sinagoga, en sus cosas de
endemoniado, tranquilo. Digamos que se habían acostumbrado a “vivir con el
demonio”. Todos tranquilos, él y los que compartían la oración con él. Dicho así,
suena raro, pero es lo que, quizá, nos pasa también a nosotros. No hacemos
daño a nadie, pero estamos de acuerdo con situaciones que no nos hacen bien.
Son las concesiones para guardar la propia imagen, los compromisos con
situaciones injustas, una vida espiritual tibia o fría… Mientras todo esto pasa, el
demonio está tranquilo, porque nada le impide seguir reinando en nuestras vidas.
Cuando aparece un verdadero profeta, entonces todo cambia. Habla el profeta y
salta el demonio. Una interpelación para los que nos decimos cristianos.
Hermano Templario: Si vivimos, hablamos, predicamos, y a nuestro alrededor
nadie reacciona, a lo peor no estamos transmitiendo toda la fuerza que tienen
las palabras de Jesús. A lo mejor no estamos siendo signos para los que están
a nuestro alrededor. A lo mejor nos hemos acomodado al mundo.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: