Terminamos el tiempo de Navidad con la solemnidad del Bautismo del Señor..
Decir Bautismo para un cristiano es decir muchas cosas: ser hijos de Dios,
incorporarse al mundo de los sacramentos, ser miembro de la Iglesia… Habría
que recuperar la mística de nuestro Bautismo. Este domingo nos puede ayudar
a ello de un modo único.
La primera lectura nos presenta al siervo de Dios. Este siervo tiene un estilo
particularísimo: no gritará, no clamará, no voceará por las calles, la caña cascada
no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará, promoverá fielmente el derecho,
no vacilará ni se quebrará. Esa caña somos nosotros. Dios está de nuestra parte.
No quiere quebrarnos. Se acerca en el ser más entrañable y cercano que
podemos imaginar: Jesús, el Hijo de un Dios que se hace uno de nosotros. De
ese Dios que es amor.
Poco sabemos del Jesús niño o adolescente, todo se resume en unas pocas
frases muy concisas: "bajó con ellos y les estuvo sometido", "el hijo de José", "el
artesano". No conocemos el motivo del anonimato de esos años, pero
encontramos a Jesús, ya formado, dispuesto a bautizarse.
Hasta entonces, Jesús había vivido tranquilamente en Nazaret. Pero el anuncio
del Reino, hecho por Juan el Bautista, le hace entrar “en crisis”, le animó a
cambiar de vida, a buscar algo nuevo. Abandonó los valores tradicionales, y se
abrió a los valores del Reino, proclamados en las Bienaventuranzas. Deja su
familia humana, para crear en torno a Él una nueva familia, la de los que hacen
la voluntad del Padre.
El Bautismo de Jesús no era necesario para Él. Estaba libre de todo pecado.
Pero se bautiza para que el agua de Dios se derrame sin discriminación sobre
todos. Los primeros cristianos creían que el bautismo era solo para los judíos.
Los planes de Dios son otros. En el Jordán se derrama sobre Jesús, pero es solo
el comienzo. Y Dios hace que san Pedro se convenza de que no es así. El agua
de santificación se puede verter también sobre los paganos. Ya al despedirse,
Cristo resucitado lo había dicho a sus discípulos: “id por todo el mundo y bautizad
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
Para ser de los de Jesús, hay que pasar por el rito del agua. Juan Bautista, el
precursor, ya llamaba a la gente al desierto para que, en el silencio, pudieran
purificarse y comenzar una nueva vida. Limpiar los cuerpos con el agua
simbolizaba lo mucho que había que purificar para poder entrar en la nueva era
que estaba a punto de iniciarse. De este modo comenzó Jesús su ministerio
profético, haciéndose bautizar por Juan Bautista. Así comienza la vida de cada
hombre que se sabe llamado a convertirse en discípulo de Jesús: dejándose
renovar por el baño del agua y del Espíritu. Es que el Bautismo recuerda la
muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo. Miles de personas hemos
recibido ese bautismo de Jesús. Hemos pasado a formar parte de su comunidad
de seguidores. Hemos entrado en la nueva época del Reino de Dios.
Como Cristo, estamos ungidos, somos otros “Cristos”. El Espíritu de Dios está
en cada uno de nosotros.
Hermano Templario: ¿Qué hacemos para que ese Espíritu no se apague e
inspire todos nuestros actos? ¿Cómo se nota en nuestra vida que somos
bautizados? Quizá deberíamos poner la mira más en las cosas de arriba, no
tanto en las de la tierra. Porque hemos muerto al mundo, y nuestra vida está
escondida con Cristo en Dios. (cfr. Col 3, 2-3)
El sumergirse en el agua, pues, representaba la muerte y la sepultura. En
cambio, el salir del agua es un signo de la resurrección. Por eso, al salir del agua
se produce la revelación del Espíritu y del Padre, al rasgarse los cielos. Se
presenta así el nuevo mundo del reino, en el que todos somos hijos en el Hijo.
La voz del cielo que se escuchó nos recuerda la profunda unión de Cristo con el
Padre. El Hijo amado se presenta ante el mundo, y el Padre se manifiesta para
que todos escuchemos las Palabras de vida de Cristo. (cfr. Mc 9, 7)
Porque han pasado ya las fiestas de Navidad y Epifanía. Los ángeles se han
retirado, se ha ido la estrella de Belén, los Magos han vuelto a su tierra, los
pastores han retornado con sus rebaños, empieza para nosotros el programa del
tiempo ordinario: buscar al perdido, curar al lastimado, alimentar al hambriento,
liberar al prisionero, reconstruir las naciones, conseguir la paz entre los
hermanos, llenar de música el corazón. Entre todos, si somos capaces de llevar
esto a cabo, lograremos que sea Navidad. Que siempre sea Navidad. Demos
gracias a Dios por el don del Bautismo. Y pidámosle que seamos dignos del
nombre de cristianos que, por nuestro Bautismo, llevamos.
NNDNN
Acepta la mirada del Dios que te ama. Acepta tus nuevos ojos para mirar al ser humano, al mundo, para verle a él y conocer su voluntad. No es momento de preguntas sino de permanecer en calma ante Dios, de sentir ser mirados, y quedar abrazados a la Palabra que nos salva.
La Luz del Espíritu y la fortaleza de la Palabra nos enseñarán a contemplar las cosas desde Dios y a acoger en la vida lo que es conforme al Evangelio de Jesús.
1- Posición y relajación del cuerpo, en pie, sentados o arrodillados cada uno asumiendo la postura que favorezca más su concentración. Lo importante, independientemente de la posición que se adopte, es colocarnos con la actitud de un ser ante su Creador y Padre, rodeados y acogidos por su fortaleza y ternura y transportados al tiempo eterno.
2- Cerrar los ojos. Calmar toda emoción. Silenciar toda actividad mental discursiva e imaginativa. Alcanzar el máximo de intensidad para, como sugiere el Papa Francisco sentir que “La oración no es magia, sino un confiarse en el abrazo del Padre. Tú debes orar a quien te engendró, al que te dio la vida a ti concretamente”.
3- Desde esa actitud, sintiendo como dice Francisco que “tenemos un Padre cercanísimo que nos abraza”, recitamos el Padrenuestro de forma sentida:
Versión en Latín:
4- A continuación, siguiendo la indicación de nuestro padre San Bernardo que dice que “ésta es la voluntad de Dios: quiere que todo lo tengamos por María”, rezaremos el Ave María.
5- Continuamos centrando la atención dentro de nosotros mismos, en el corazón, tratando de sentir la presencia del Espíritu de Dios en él. Y así, siguiendo el ritmo de la respiración, según el método de Oración Hesicasta decimos interiormente: